lunes, 6 de septiembre de 2010

Y yo soy un intolerante

Y YO SOY UN INTOLERANTE.

El otro día, en la Casa de Campo, acababa yo de rodar un rato con mi perro. Mientras efectuaba unos estiramientos al lado de unos bancos bajo unos pinos, observo a una pareja joven sentada en uno de ellos, él terminándose un pitillo. No pude por menos que apostar con mis pelotas un diez a uno a que tiraba la colilla al suelo. Mis canicas palmaron, como es normal en estos casos. El individuo apuró su cigarrito y, sin apagarlo, lo tira al suelo, e inicia un bonito paseo por el campo con su parienta. Os juro que traté de dejarlo pasar, con todas mis fuerzas, diciéndome, colega, como sigas así, un día te van a partir la crisma, según estas las cosas en esta ciudad de mierda. Pero no pude. Finalmente, el cigarro acabó apagado en la papelera. Era una cuestión de principios.

Ya sabéis que escribo normalmente cuando me cabreo, y es que últimamente me vengo fijando en lo habitual, en lo dado por normal, pero que no debería ser. Es como la planta que hay frente a tu portal en la que nunca reparas porque lleva ahí años echando raices. ¿Sabéis que tienen en común las mejores playas de España, los parques naturales más frondosos y las aceras de las ciudades? Las colillas. Las putas colillas. Y es que da la impresión de que los fumadores tienen bula real para hacer lo que les sale de los cojones con los restos de sus vicios. ¿Que se les acaba el paquete? Lo tiran al primer sitio que encuentran, y les da igual estar en la Capilla Sixtina o en una audiencia con Obama. Lo mismo con sus colillitas. Y todos los demás tenemos que plantar la toalla en la playa (como anteayer en Macarela, una de las más bonitas del Mundo) sobre un cenicero gigante porque está socialmente, no digo que bien visto, pero aceptado. Eso sí, no se te ocurra tirar una botella a la arena, o una bolsa de patatas. Como mínimo, un par de miradas asesinas te llevas de los de la sombrilla de al lado.
Y ahora hosteleros ponen el grito en el cielo, y los fumadores reclaman su derecho a exhalar lo que les venga en gana, ante la inminente puesta en marcha de la Ley Antitabaco en establecimientos públicos. Que es una persecución, dicen. ¡¡Manda huevos!!. Hace años que en el resto de Europa NO SE FUMA en ningún lado, y en este país del norte de África los no fumadores tenemos que aguantar en un restaurante el pitillo de entre el primer y segundo plato del de al lado porque él tiene mucho vicio, y es un semiyonky de la vida. Por esa regla de tres, yo reclamo mi derecho a tirarme un cuesco de seis segundos a los postres cada vez que mi cuerpo diga que hay exceso de gases nobles, porque mi médico ha dicho que aguantarse es malo para mis intestinos. No te jode. Es insufrible la mala educación de la mayoría de los fumadores, y la tolerancia que se exhibe ante ellos. Es como el que pide permiso para fumar en un sitio con el cigarro en los labios y el mechero encendido a dos centímetros, ¡¡por favor!! Ahorrate la pantomima. El caso es que sí, el temita me cabrea. El único consuelo que me queda es que, en teoría, a partir de enero en los sitios cerrados, se van a joder. Eso si Esperanza, Camps, o alguno de estos listos no saca una ley que diga lo contrario en su terruño, que todo puede ser.

Y es que la raza humana no tiene solución, lo creo sinceramente.

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