sábado, 15 de septiembre de 2018

Duele España, o lo que queda de ella.

A día de hoy, es imposible mirar a España con ojos de optimismo. Me viene a la memoria una anécdota en una entrevista que le hicieron a Fernando Fernán Gómez, en el que el periodista le preguntó ¿Es usted feliz? A lo que el siempre cascarrabias actor le respondió algo así como “¿Se está usted quedando conmigo?” Éste sí que sabía lo que es ser un español lúcido. Realmente, nunca hemos terminado de consolidar completamente el potencial que se nos supone, entre otras cosas porque somos un país con igual talento para la épica y para el estropicio. Me mueve a escribir estas líneas al tiempo la impotencia y la indignación. Se puede hacer nada o muy poco, salvo desahogarse dándole a la tecla. Vivimos perdidos en eternas y sucesivas cortinas de humo que nos mantienen en un trance del que no logramos salir. Somos imbéciles, pero he de reconocer que nos ayudan sobremanera a mantenernos en nuestra estupidez. ¿O es miedo? Se ha instaurado una caza de brujas en la vida política que está dejando al inquisidor Torquemada a la altura de un ratoncito de campo. Ahora, todos nosotros con un simple móvil nos podemos convertir en un pequeño Himmler, cruel, despiadado y, lo mejor, sin necesidad de dar la cara para rendir cuentas de las blasfemias, injurias y exabruptos vertidos. Aunque supongo que Twitter no deja de ser el reflejo de lo que es el ser humano cuando nadie le mira: vil, mentiroso, despiadado y cobarde. Eso sí, somos especialistas en el despelleje sin cuartel por las minucias más insignificantes, dejando a un lado lo verdaderamente importante: lo que me da o quita de comer, eso es intrascendente, tan sobrados vamos aquí de recursos que nos podemos permitir el lujo de malgastar el tiempo en este tipo de gilipolleces. Algún optimista irredento dirá que soy un poquito exagerado. Yo le respondería que soy español, tengo ojos en la cara, libros en la memoria y unos cuantos costalazos a mis espaldas. No ser un pesimista congénito hoy en día en esta santa piel de toro supone un acto de fe que, la verdad, no sé si me apetece. Lo peor de todo no es que haya mediocridad donde debiera haber excelencia. No. El problema es dónde está colocada (o la hemos colocado, más bien) ¡Estos imbéciles manejan nuestro dinero! Presupuestos de miles de millones de euros en manos de personajes cuyo único mérito es portar el carnet de un partido político. Esta clase de burócratas tramposos e incompetentes es donde desembocan la inmensa mayoría de los males que asolan el panorama actual. La corrupción en las universidades, la caída de las cajas de ahorros, el saqueo de las arcas públicas, un sistema educativo que hace aguas, una sanidad que va de mal en peor, la burbuja de la vivienda, el precio desorbitado de los suministros básicos, la desmantelación de la integridad territorial de España, la inmigración descontrolada. ¿Sigo? Con todo, lo peor, siendo catastrófico, no es lo señalado. No. Lo peor es haber acabado con un proyecto de país, el haber liquidado la moral de la sangre joven, empujándola a buscar nuevos horizontes allá donde pueden aspirar a algo más que a poner cafés en un Starbucks (eso sí, con la formación sufragada por nosotros, los alemanes tan felices) Es habernos dejado sin referencias morales en las que reflejarnos, sin faros éticos que muestren el camino de la rectitud. En lugar de eso, la vida pública se ha convertido en una carrera del lince para ver quién es el que encuentra el atajo más corto para llegar al objetivo, demostrando una vez más que las normas son sólo para los pringados. Con esas lamentables referencias. ¿Qué motivación le queda al españolito de a pie para ser decente? ¿Para pagar el IVA en el taller, o al albañil que repara el baño, si lo único que ve en los poderosos es inmundicia y falta de escrúpulos? Estamos en manos de psicópatas, a los que les importamos una mierda, salvo en calidad de pagadores de impuestos o remeros en sus galeras. Este proyecto de país que rozó la gloria con la punta de los dedos, se ha convertido, con mi permiso y el de usted, por nuestra pasividad, analfabetismo y cobardía, en una fétida cloaca. Estamos tan de mierda hasta el cuello, que ya ni la olemos. Y de vez en cuando, si ven que despertamos, nos tiran una bomba de humo tipo Valle de los Caídos, volviéndonos a sumir en un sueño placentero en el tren de camino al trabajo, que casi agradecemos para así dejar de plantearnos seriamente la puta mierda de país en que nos hemos convertido.