viernes, 21 de junio de 2013

Rayo de luz

Ella cogió la maleta, hecha ya con lo imprescindible desde hace semanas, y salió precipitada, torpe, mirando al suelo y sin explicación alguna, salvo un no aguanto más que atravesó el alma de sus dos hijos adolescentes, y culminó con un terrible portazo que marcó cuatro vidas para siempre. Tocata y fuga. Nada más atravesar el portal, echó a correr con la maleta dando trompicones contra el adoquinado de la acera, necesitaba alejarse de allí como sea, no dar la oportunidad a nadie de rogarle una explicación, no podría soportar escuchar un porqué lo haces. Sólo un mechón de pelo ocultaba al mundo esas lágrimas que asolaban su cara, reflejo de un crisol de emociones imposible de catalogar. ¿Era pena, liberación, alegría, miedo? Reía y lloraba al tiempo, sin solución de continuidad. Mientras recorría las calles medio vacías, sentía como si todo fuera irreal, un sueño pesado que acabaría súbitamente con un sobresalto en la cama, con la visión de la espalda de su marido a contraluz tumbado junto a ella. Los primeros fríos de aquel incipiente otoño se colaban por su nuca desnuda, mientras veía cómo el viento jugueteaba con las hojas caducas de los árboles en suaves remolinos que crecían, y acababan en nada junto a una fachada cualquiera, de un bulevar sin nombre, de una ciudad asfixiante. Quién había vivido su vida por ella. Qué chófer cruel e indiferente se había encargado de llevarla a aquel punto del camino. Dos hijos siendo apenas una adolescente con el novio del barrio, matrimonio, hipoteca, empujar el carrito del súper el sábado por la mañana, comida con los suegros dos domingos al mes, llevar a los niños al partido de fútbol. El polvo rutinario de infantería del que siempre se había reido con sus amigas se había convertido en una realidad tan palpable como el nudo en el estómago que le apretaba cual serpiente constrictora cada vez que Diego intentaba tocarla. Ahora estaba él. Joven, vigoroso, risueño, guapo. Nunca pensó que esto pudiera llegar a pasarle. Cuántas veces con crueldad infinita había juzgado a todas esas adúlteras que simplemente perdían la cabeza por un cualquiera, que mandaban todo al traste por un momento de lujuria pasajera. Y ahí está ella: la madre y esposa ejemplar, música reputada, se había convertido en lo que siempre había azotado. Todos esos principios inculcados a fuego en esa familia tradicional no eran más que fango bajo sus pies. Sentía que su vida había pasado como en una película en nueve milímetros. Como si alguien le hubiera cambiado el guión en el último momento....y arrancado el papel protagonista. Pero ya estaba agotada de mirar. Cuánto tiempo llevaba ahogando en su garganta un estallido de furia, aunque pudiera oler el abismo al que le conducía ese pensamiento kamikaze mientras le sonreía de soslayo como diciendo, vamos, atrévete valiente... Quién le entendería. Nadie. Porque no hay nada que entender. Ahora su vida eran tardes de hotel entre sábanas, piel, saliva y sudor. Cuerpos desnudos y entrelazados dando hasta el último aliento el uno contra el otro. O habría que decir, el uno para el otro. No sabía si le amaba, o le necesitaba. ¿Realmente, qué conocía de él? Sólo una cosa: no era capaz de arrancársele de la cabeza. Lo suficiente. El abismo del hastío, del aburrimiento, de la derrota, de la resignación no era peor de lo que le depararía el futuro. Un futuro incierto, opaco, basado en la inmediatez del desenfreno. Él llegó de repente, como vienen estas cosas, un soplo de aire fresco que ventiló una habitación emponzoñada. Volvió la risa, las miradas cómplices, la incertidumbre, la vida! ¿Cómo era posible que se hubiera fijado en una mujer madura como ella? Ciertamente, conservaba los vestigios de una incuestionable belleza en sus profundos ojos azules y una esbelta figura, pero los mejores años ya pasaron. ¿ Tal vez un capricho propio de un veinteañero con universos por explorar? Había vendido su alma al diablo por probar el cáliz prohibido, y en lo más profundo de su ser sabía que la cuenta no iba a ser barata. ¿Sería posible recién pasados los cuarenta reinventar el futuro, sin hacerse esclavo de tu pasado? Ese torbellino recorría su cabeza cuando sonó el móvil. Era su mejor amiga. Le esperaba en su apartamento con la habitación de invitados preparada, un trago de dry martini y un largo y compasivo abrazo. De repente, un fogonazo acompañado de un chirriar de neumáticos le estremeció el corazón. Sin apenas tiempo de girar la cabeza hacia la fuente del estrépito, ya volaba por los aires volteando sobre su propio eje. Luces de ciudad que se alargan como relámpagos pasaron ante sus ojos durante lo que pareció una eternidad, antes de que su cuerpo besara violentamente el gélido asfalto. La ropa esparcida por la calzada y una voz metálica al otro lado del móvil gritando desesperada hizo de la escena algo insoportable para los pocos viandantes que se acercaron a socorrerla. Un telón negro bajó para siempre ante su mirada, al tiempo que una lágrima recorría lentamente su mejilla derecha...